Hijos de las mareas by Sydney J. Van Scyoc

Hijos de las mareas by Sydney J. Van Scyoc

autor:Sydney J. Van Scyoc
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Fantástico
publicado: 1987-01-01T00:00:00+00:00


10

Cuando al fin se durmió, Keiris tuvo sueños, pero hasta que acudió a la cita no advirtió que habían sido proféticos. Soñó que, la tarde señalada, el sol se ponía tan pesadamente que parecía aplastarse sobre el horizonte. Soñó que el astro inyectaba de color los mudables matices del mar, y que en el instante en que se deslizaba detrás de las aguas, el cielo retumbaba, surcado por relámpagos que, como lenguas serpenteantes, partían en mil direcciones de un distante banco nuboso. Soñó que Talani maduraba en aquella extraña luminosidad, que se transformaba en una niña-mujer de mirada risueña, de carnes tibias y que se apretujaban contra él. Soñó que, al juntarse sus cuerpos, Fhira-na se sacudía sobre sus cimientos de un modo salvaje, avisándole que ofendería a la tierra si permitía que una adolescente lo hechizara.

Soñó que las lunas se elevaban, como dos amantes de plata prestos a fundirse en uno solo, y que la gente cambiaba sus abigarradas telas por pieles de lagarto y desaparecía en el mar. Soñó que él acompañaba a la tribu montado en la grupa de Soshi, y que cuando apremiaba al mamífero y lo espoleaba, cuando se adelantaba para llamar a su padre —cabalgando en el gigantesco blanco— vociferando su nombre, Evin no volvía sus ojos. Inclinaba su cuerpo, ajeno a todo, sobre las esplendorosas carnes de su animal, él, un extraño, atento sólo al reclamo del océano.

Ocurrió en la realidad casi como en sus sueños. El sol declinó entre espléndidas irisaciones, Talani rió vivaracha y apretó sus cálidos muslos y sus brazos contra él, salieron las lunas, y los hijos de las Mareas se alejaron de la isla a lomos de los mamíferos, con Keiris en la comitiva. Y cuando localizó a su padre y lo llamó, alguien se dio la vuelta… pero era un desconocido.

El desencanto fue pasajero, pues su padre y Talani estaban a su lado, burlándose de él, y la muchacha se inclinó para propinarle unos golpes en la muñeca mientras lo amonestaba:

—Rudin, Keiris. Nirini ca Rudin.

—Recuerda que en el mar soy Rudin —corroboró su progenitor entre jocosas risas. Aunque el gran blanco nadaba con más de la mitad del cuerpo sumergido, el hombre descollaba sobre Nirini, y también sobre el mismo Keiris, sentados en cabalgaduras de menor tamaño—. Éste es Pehoshi, mi corcel lunar, mi mejor amigo oceánico, mi maestro y creador de canciones que pronto escucharás, canciones que viajan muy lejos y a gran profundidad. Allí donde vaya, siempre me transporta Pehoshi. —Rudin acarició la inmensa criatura. Dirigió acto seguido unas frases a Nirini en su lengua nativa, gesticulando hacia los viajeros que los precedían.

Lo que dijo no fue del agrado de la muchacha. Adoptó ésta mil muecas de protesta y meneó la cabeza, mientras discutía con insistencia. Se giró entonces hacia el joven Keir, atrapó su muñeca y le habló acaloradamente.

—No comprendo —declaró él con impotencia. Se tocó los labios, las orejas, y levantó las manos en una perfecta mímica—. No comprendo lo que dices.

Lo que



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